
Por: Esther Castillo Jiménez
La muerte de Charlie Kirk deja una profunda herida en la convivencia democrática. Más allá de estar de acuerdo o no con sus posiciones, el hecho de que alguien sea asesinado por expresar sus ideas constituye un retroceso doloroso para la sociedad.
Ninguna causa, por más legítima que se crea, justifica la violencia. Las diferencias de pensamiento deben resolverse con argumentos y diálogo, nunca con armas ni con odio. Atacar a quien piensa distinto abre un peligroso camino en el que cualquiera puede ser la próxima víctima, únicamente por atreverse a hablar.
La polarización actual ha llevado a muchos a pensar que silenciar al contrario es un triunfo. Pero no hay victoria en la intolerancia. Los jóvenes, las nuevas generaciones, necesitan aprender que discrepar es válido, que cuestionar es sano, pero que nunca puede convertirse en un permiso para destruir al otro.
En el caso de Charlie Kirk, su vida fue arrebatada por defender valores y la libertad de expresión. En Costa Rica, la violencia tiene otra cara, los crímenes ligados al narcotráfico. Sin embargo, ambos escenarios nacen de la misma raíz preocupante, la pérdida de valores. Cuando la dignidad humana deja de respetarse, la vida se vuelve desechable y el miedo se normaliza.
Esta tragedia internacional debe ponernos las barbas en remojo. No podemos permitir que la violencia (ya sea por ideologías o por la droga) se convierta en el lenguaje cotidiano de nuestra sociedad. Nuestro país necesita rescatar el respeto, la tolerancia y la sensatez. Solo así podremos garantizar que nadie sea silenciado por sus ideas y que la vida humana recupere el valor que nunca debió perder.
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