
Redacción
A primera hora de la mañana, cuando la luz apenas comienza a filtrarse por encima de los acantilados grises de Punta Rocas, el sonido más fuerte no proviene del viento ni del oleaje. Son decenas de tablas golpeando contra el agua, impulsadas por jóvenes que, con la determinación propia de su edad, se lanzan hacia un mar que no perdona errores. Entre ellos van cuatro surfistas de Guanacaste, acostumbrados al calor, la arena fina y las mareas largas del Pacífico norte de Costa Rica, pero dispuestos a enfrentar una de las olas más exigentes del continente.
Romeo Marín, de Nosara, y Zoe Ruiz, Lucía Cristi y Carden Jagger, de las comunidades costeras de Tamarindo y Playa Grande, llegaron a Perú con la ilusión intacta y el peso silencioso de representar a un país donde el surf se convirtió, en apenas dos décadas, en un ingrediente de identidad nacional. Lo que no siempre se cuenta es lo que ocurre antes de que estos jóvenes se suban a una tabla en un escenario internacional: las madrugadas entrenando cuando el mar apenas permite ver el horizonte, las tardes en las que una caída mal calculada deja moretones que no se mencionan, los fines de semana en los que compiten en playas remotas mientras sus amigos hacen lo que hacen los adolescentes en cualquier parte del mundo.
“Para nosotros esto no es un viaje más. Es como un sueño compartido”, dice desde la arena Carden Jagger, uno de los surfistas más jóvenes pero también más prometedores de la delegación. Su voz se mezcla con el ruido de las olas que revientan contra las rocas negras, creando una banda sonora que parece acompañar cada palabra.
Un escenario que intimida
El Mundial Junior no se realizaba desde hace 14 años. Este año, más de 400 surfistas de 57 países viajaron hasta Punta Rocas, un spot legendario donde los tubos son largos, violentos y fríos. Para muchos atletas, es la primera vez que se enfrentan a una ola que exige tanta precisión técnica y resistencia mental.
Aquí compiten jóvenes provenientes de Australia, Francia, Brasil, Japón y Estados Unidos, potencias que han convertido sus programas juveniles en laboratorios de alto rendimiento. Pero también hay delegaciones de lugares donde el surf está floreciendo lentamente: Arabia Saudita, India, Israel, Lituania. Entre ese mosaico global, la bandera costarricense ondea discretamente frente al mar.
La selección está compuesta por diez atletas: además de los guanacastecos, la integran Ethan Hollander, Amets Garai, Dencell Reyes, Erika Berra, Mikela Castro y Kian Jirón. Todos cargan sobre los hombros un motivo distinto: algunos vienen porque el surf los sacó de entornos difíciles, otros porque crecieron observando a surfistas profesionales que convirtieron a Costa Rica en un punto de referencia en el circuito mundial.
Las olas que construyen un camino
En Guanacaste, surfear no es solo un deporte. Es un ritmo de vida. Para Romeo Marín, las mañanas en Nosara están marcadas por el olor a salitre, por las clases interrumpidas cuando el oleaje es demasiado bueno para ignorarlo, por una comunidad que ha aprendido a celebrar cada pequeño triunfo de sus jóvenes atletas.
En Tamarindo, Zoe Ruiz y Lucía Cristi crecieron viendo el mar como otros ven un estadio. Sus familias recuerdan las tardes en las que ambas, con apenas nueve años, insistían en entrar al agua aunque el viento estuviera en contra o la marea no fuera ideal. “Ahí es donde empezaron a agarrar esa fuerza mental que ahora vemos”, dice el entrenador del equipo tico, quien reconoce en ellas una mezcla poco común de disciplina y audacia.
Y en Playa Grande, Carden Jagger se convirtió en una figura local desde que empezó a destacar en torneos centroamericanos. Los vecinos lo han visto ir y venir con su tabla bajo el brazo, acompañado por los perros que siempre parecen seguirlo hasta la orilla del mar. Dicen que entrenaba aún cuando las condiciones eran tan pobres que nadie más se animaba a hacerlo.
La presión invisible
En Punta Rocas, los cuatro guanacastecos se han encontrado con algo que no cabe en las transmisiones deportivas ni en los titulares: el peso emocional de competir lejos de casa. El frío del agua —muy distinto al de Costa Rica— ha sido un desafío inesperado. Y los días son largos: inician antes del amanecer con ejercicios de calentamiento y se extienden hasta la noche con análisis de vídeos, planificación de estrategias y revisión de errores.
Pero también hay momentos de humanidad pura.
Zoe Ruiz suele sentarse al borde de la arena, mirando el océano como si hablara con él. Lucía Cristi lleva un diario donde anota cada sensación después de cada heat, una costumbre que heredó de su madre. Romeo Marín es quien rompe la tensión del grupo, siempre con un comentario que hace reír a los demás. Y Jagger, el más contemplativo, camina solo por la playa antes de competir, repitiéndose frases que solo él escucha.
Un país detrás
Miles de kilómetros al norte, en Guanacaste, las comunidades siguen cada actualización con ansiedad. Los vecinos de Tamarindo se reúnen en cafés y restaurantes que proyectan las transmisiones. En Playa Grande, algunos instructores de surf detienen las clases para seguir los heats. Y en Nosara, dicen que hasta los perros se acercan cuando el volumen del televisor sube.
No es solo la posibilidad de ganar una medalla. Es algo más íntimo: la certeza de que estos jóvenes representan un fragmento de lo que Costa Rica quiere seguir siendo en el deporte, un país pequeño con un espíritu desproporcionadamente grande.
El día que puede cambiarlo todo
Punta Rocas definirá, el 14 de diciembre, quiénes son las nuevas promesas del mundo. Pero para los surfistas de Guanacaste, el verdadero logro ya comenzó mucho antes de esa fecha, en cada madrugada, en cada caída, en cada ola que los hizo mejores sin que nadie estuviera mirando.
Este viaje no es solo una competencia. Es una historia de raíces, de comunidad y de una generación que cree que el mar —ese mar que los vio crecer— puede llevarlos mucho más lejos de lo que imaginaban.
